DIOSES Y MONSTRUOS
“La piel que habito” es la mejor película de Pedro Almodóvar desde “La mala educación”. Un cuento gótico lleno de guiños cinéfilos (de Georges Franju al doctor Frankenstein) que, sin embrago, el controvertido realizador ha conseguido hacer suyo alcanzando una abstracción y un refinamiento estético difíciles de superar aunque manteniendo sus constantes: la codicia, la posesión, los celos, el odio, la traición, el rencor y el sexo. Es una adaptación libérrima de la novela de Thierry Jonquet “Tarántula”, en la que el director de “Todo sobre mi madre“ vuelve a enredarnos en un argumento imposible y difícil de tomar en serio todo el tiempo, pero que en más de un momento logra llegar a las tripas del espectador gracias a la fuerza que desprende el duelo interpretativo entre un hierático. entonado y terrorífico Antonio Banderas, como un cirujano enloquecido, y Elena Anaya, la victima que esconde en ese ominoso caserón gallego. Hay mucho humor o más bien mucha ironía en “La piel que habito” y es probable que su mezcla de goticismo, experimento visual y postmodernidad, sus coqueteos con el melodrama familiar y el cine de horror científico provoquen el rechazo de más de un paladar, pero nuevamente el director subyuga a través de sus formas visuales, su banda sonora y su manera de lograr personajes intensos, y hacer creíble y cercano lo más inverosímil, arremetiendo de paso contra la «clase médica» y sus miserias como no lo hacía desde “Hable con ella”. Y tal vez resulte ser este filme el más próximo en sus escenarios al mundo febril, deshumanizado, claustrofóbico y surrealista donde luchan sin tregua los y las protagonistas de “La piel que habito”.
Un trabajo libre que puede verse como una comedia negrísima o como un melodrama romántico con ecos de los clásicos del cine fantástico. Aunque en algunos pasajes Elena Anaya parezca superada por las aristas de su personaje, la película está llena de instantes cautivadores donde lo visual y lo narrativo se pelean y se entremezclan para goce de los que admiramos la caligrafía a la vez refinada y tosca de un director que aquí homenajea a los maestros del suspense psicológico al tiempo que vuelve a cuestionar algunas verdades aceptadas sobre las formas de dominación, sometimiento y maneras amar y sentir de los seres humanos. En el filme hay momentos en los que los personajes se ríen de su situación y otros en los que la tragedia casi goyesca inunda la pantalla igual que las referencias a clásicos del cine, a la escultura de Louise Bourgeois o al propio Almodóvar de “Átame” donde había logrado otra interpretación colosal de Banderas, inquietante maestro aquí de una ceremonia descabellada y donde la venganza, el “amour fou”, la transexualidad, la materialidad de los cuerpos, los miedos ancestrales a la locura, la pérdida, el dolor y la muerte y las fronteras entre la masculinidad y la feminidad se difunden de forma si no genial al menos asombrosa.
“La piel que habito” es la historia de un secuestro, pero también la historia de un cuerpo, de mentes enfermas y cuerpos que mutan, de seres que se odian o que fingen amarse para poder escapar. La imagen de Elena Anaya contemplada por Antonio Banderas en una gigantesca pantalla nos recuerda a la de José Luis Gómez espiando a Penélope Cruz en “Los abrazos rotos” en una gigantesca pantalla privada, al igual que los médicos arrogantes y el estado y el espacio febriles donde se debaten entre la vida y la muerte una pálida joven bailarina (Leonor Watling) y una morena e inconstante torera de éxito (Rosario Flores) agonizando en “Hable con ella”
Como en muchas de otras películas suyas, Almodóvar nos presenta heteros femeninos (en este caso el personaje interpretado con una extraña dulzura por Jean Cornet, no casualmente trabajando en una tienda de ropa femenina - esa ropa que luego Vera hará trizas en su jaula de oro-) cuya posición en el filme contrasta con las de sus compañeros de juerga. Escribir sobre “La piel que habito” es casi imposible porque hay una saturación de códigos en los que el director, más que nunca hace guiños, no sabemos si voluntarios o no, a cuestiones abordadas de forma más intelectual por las teóricas queer sobre las normas reguladoras y productoras del género y el panóptico de Foucault instalado en esos hogares donde se libran batallas intimas que incluyen la violencia de género, las constricciones patriarcales, las servidumbres familiares y el ostracismo hacia el mundo LGTB.
La delicadeza que transmite el personaje de Jan Cornet contrasta con el aspecto de madraza antigua y estirada (con algo de ama de llaves de "Rebeca") de Marisa Paredes e incluso con la energía que desprende de Elena Anaya. El personaje se vuelve más activo y luchador cuando se convierte en mujer .Robert (Banderas) es un médico que, al igual que el doctor Frankenstein, ha creado una criatura que se le escapa a la vez que cree vengar la violación de su hija Normita al quien él mismo y una desastrosa historia familiar han convertido en una chica con “fobia social” y con tendencia a esconderse en el armario de la clínica mental para huir de la presencia paterna. Esa fobia social que trata de inculcar a una chica fuerte, que tiene las facciones de su mujer, pero que no cumple una promesa de fidelidad hecha por un estamento y un hombre que, a pesar de su resistencia casi vaticana, ya no son tomados en serio por todo el mundo y, en cierto sentido, empiezan a pertenecer al pasado.
Agradezo a Carlos Primo las referencias al mundo del arte en el filme.
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