MUERTE EN VENECIA: MIRADA Y
MASCARADA.
El uso del zoom por parte de
Luchino Visconti ha traído siempre de cabeza a críticos y admiradores del
maestro italiano. Normalmente se argumenta que el director usaba ese medio en
la última etapa de su carrera por cuestiones de comodidad en el desplazamiento,
víctima de los achaques de la edad y la mala salud. Como si de un Von
Aschenbach cualquiera se tratase, Visconti se convierte en un director juvenil
recurriendo a uno de los más vilipendiados recursos fílmicos de los nuevos
cines. Pero el buen uso que el maestro hizo de este brusco movimiento del
objetivo de la cámara (hacia delante y hacia atrás) nos hace pensar que las
razones de su empleo no eran, al menos no solamente, cuestión de la edad o la
disfuncionalidad.
Si como dice Suzanne Liandrat-Guigues en su hermosa
monografía sobre el director[1][1]
El zoom viscontiniano es una manera de
“agujerear el plano secuencia” sin desgarrarlo, reemplazando al verdadero
“racord”, al cambio de plano, menos por economía que para garantizar que, por
una parte y otra de esta cesura, el rostro seguiría idéntico a sí mismo, podemos
concluir que la cuestión del zoom en Visconti, como la del travelling para
Godard, es una cuestión, además de estética, ética. El uso del zoom aparece al
final de su carrera como el recurso de un director que realiza un cine cada vez
más autárquico, autobiográfico y desgarradamente íntimo. Un cine que, despojado
de la influencia neorrealista y de los grandes temas sociales, no deja por ello
de tener un importante alcance social y político en cuanto inserto en las
cuestiones de la política del género, la autobiografía y la diferencia sexual.
No recuerdo más brutal expresión cinematográfica del
flechazo, flechazo de fisicidad subrayada, que el zoom que acompaña la primera
mirada del profesor encarnado por Burt Lancaster en “Confidencias” sobre un
joven, arrogante y seductor Helmut
Berger en el papel de Konrad. La posición de voyeurs de muchos personajes del
último Visconti implica una reflexión sobre la propia naturaleza del hecho
fílmico como engranaje de un deseo que solo puede materializarse en el plano
virtual. Aschenbach persiguiendo al andrógino Tadzio, inmovilizado en su hamaca de playa,
como si de un espectador cinematográfico cualquiera se tratase, habita en
Visconti tanto a través de sus elegantes y suntuosos movimientos de cámara de
“Rocco y sus hermanos” o “El gatopardo” como de sus rápidos y deslumbrantes zooms de “Muerte en Venecia”, “Confidencias”, “Ludwig” o “El inocente”.
De los muchos temas que plantea “Muerte en Venecia” (la
decadencia del artista, la vejez versus la juventud, la búsqueda ética de la
belleza, la muerte y la soledad del creador) el que más malentendidos causó y
sigue causando es el de la homosexualidad, planteado en ocasiones como sí
pudiera desligarse fácilmente del resto de coordenadas que atraviesan el filme.
En el momento de su estreno “Muerte en Venecia” recibió críticas de admiración
y repulsa casi a partes iguales. En Estados Unidos fue acusada de “inmoral”, aunque
lo que realmente frenó su carrera comercial fue el escaso gusto del público
americano por los filmes lentos y contemplativos. En Europa se consideró
generalmente como la máxima expresión del “segundo Visconti”, el más íntimo
también y el más autocomplaciente. Se alabó la belleza formal del filme, la
esforzada interpretación de Dick Bogarde (actor de especulativa bisexualidad y
ya experto en papeles con su “lado oscuro” desde “Victima” o “El sirviente”), la maestría del director y la
música de Mahler. Parecía de “mal gusto” hablar sobre la homosexualidad en
“Muerte en Venecia” ya que el filme era ante todo, y como la novela de Mann, un
tratado sobre la “belleza con mayúsculas” y la “decadencia del artista”. De
este modo, la belleza con minúsculas
era condenada a callar y la coartada intelectual permitía a los degustadores
del arte y ensayo disfrutar sin complejos de las “sublimes mariconadas” (como
las definió un comentarista español) del maestro italiano. El público de los
cineclubs adoraba así al genio italiano
sin ver al autor, glorificando sus filmes pero eludiendo hablar de sus
connotaciones homoeróticas, como los fieles en una Iglesia ante el cuerpo
desnudo de un Cristo joven y sangrante, pero misteriosamente “asexuado”. Ese
Cristo al que Pasolini pone el rostro y el cuerpo de un adolescente (raggazo de
la vita) del extrarradio urbanita en
“Mamma Roma”.
Ya es hora de hablar de “Muerte en Venecia” desde éste
como desde otros ángulos. Filme hermoso, tratado sobre la belleza sin duda,
reflexión sobre el arte y el individuo enfrentado a sus contradicciones vitales
y a los fantasmas de su pasado, es también un filme abierto a una importante
lectura de género, lectura a la que es propicio casi todo el último Visconti y
en particular su denso e infravalorado “Ludwig”, mordaz disertación sobre la
decadencia de la monarquía y el creciente poder de la clase médica.
“Muerte en Venecia”, amor gay platónico, deseo
insatisfecho de un viejo artista por un joven efebo que corretea por las playas
y calles venecianas, plantea cuando menos la cuestión central de la mirada. Ya
las críticas feministas del cine, no hace falta recordarlo, subrayaron que,
como Humpty Dumpty y el lenguaje del amo, lo fundamental en la política
feminista sobre el cine es saber quién es el dueño y señor de la mirada: quién
posee la mirada. Miradas de hombres sobre otros hombres o de mujeres sobre
otras mujeres han sido obviadas durante mucho tiempo a pesar del prestigio
crítico de filmes como “Persona”, “El
silencio”, “Teorema”, “Las ciervas”, “Hiroshima, mon amour”, “Satyricon”,
“Orphée”, “El joven Torless”, “El
sirviente”, “Ricas y famosas”, “La religieuse”, “La truite” o “Las margaritas”.
La posición de mirar en el cine ha sido tradicionalmente
patrimonio masculino, no en vano durante mucho tiempo, y los directores han
sido -y siguen siendo hoy-mayoritariamente
hombres. Pero la posición del espectador de cine en cuanto mirón es
también una posición pasiva, identificada culturalmente con lo femenino/pasivo.
El cuerpo de la mujer era el fetiche, el objeto de la mirada masculina. Ese
cuerpo acaba glorificado o destruido cuando el hombre no puede poseerlo. La
mirada lo objetualiza.
Es curioso el modo en que
Visconti se apropia de la mirada de Aschenbach desde el comienzo del
filme dando un brusco salto desde la tercera persona de la novela de Mann a una
primera persona marcada por los travellings subjetivos y los flashbacks en el interior
de la narración. La posición activa de mirar-desear de Aschenbach a Tadzio- un efébico Björn Andersen- es, desde el punto de
vista fílmico, una posición considerada masculina. Tadzio es el objeto-bello de
la mirada, pero esto entra claramente
en contradicción con la naturaleza generizada de ambos personajes en el relato.
Aschenbach es el músico envejecido y enfermo cuya homosexualidad reprimida
estalla en la mortuoria Venecia en la
forma de un angélico muchacho cuyo comportamiento, sin embargo, y a pesar de
sus coquetas sonrisas y sostenidas miradas (devueltas) al profesor, es
intachablemente heterosexual y masculino, rechazando los arrumacos de su joven
compañero de juegos. El profesor, enamorado de Tadzio, sufre una progresiva
feminización en su aspecto y maneras mientras que Tadzio es cada vez más un
chico despreocupado y virilmente juguetón, a pesar de su delicada apariencia.
Esto nos lleva a cuestionar la máxima sobre el lenguaje fílmico esbozada por
las teóricas feministas del cine de “quién tiene el lenguaje (la mirada en el
cine) tiene el poder” cuando esa mirada no está legitimada por la sanción
social de la heterosexualidad y los roles de género.
Recuerdo vagamente haber visto por primera vez, de niño,
“Muerte en Venecia” en la televisión en un programa-debate de “La Clave” sobre
“El SIDA”. Entonces encontré lógicamente aberrante el que el oportunista
programador de la segunda cadena emplease “Muerte en Venecia” (nada que ver con
el tema a debatir) para la ocasión Una elección hoy irrisoria. Como irrisorio
era Garci metiendo a los autores/as en
el armario y hablando como un adolescente salido de la belleza de las actrices. Sida y “Muerte en Venecia”. Podía haber sido “La
peste” de Camus. Visconti también adaptó “El extranjero”, con la playa como uno
de los escenarios fundamentales. Como también la playa es importante en los
filmes de Bergman, a pesar de su carácter intimista.
Pero tampoco
estoy tan seguro de que la elección fuera del todo desafortunada.
Ciertamente la proyección de un filme sobre la peste en la ciudad de los
canales parecía ser el resultado, o bien de querer poner esa película
independientemente de su verdadera relación con el tema, o el resultado de la
entonces plenamente vigente y tendenciosa asimilación en el imaginario social
de “homosexualidad, disipación, desinformación
y Sida”. Parecía que la Venecia de Visconti, con sus colores apagados,
nieblas pictóricas, sus canales sucios y
góndolas mortuorias, debiera ser un reflejo “exquisito” del San Francisco de
los ochenta convulsionado – en todos sus estratos sociales- por la pandemia. El siroco y la amenaza de la
peste sobre la Venecia de principios de siglo y la ocultación que las
autoridades hacían de la salubridad real parecían tener que ser comparadas con
el “pánico moral”, la estupefacción mediática, el “pánico moralista” y la inacción de los poderes públicos ante el SIDA en la época. Nada más lejos sin
duda de la intención de Mann o Visconti,
que nada llegaron a saber del VIH. Sin embargo en el discurso ideológico
del filme hay un elemento que siguió y sigue vigente como máxima cultural en
torno al SIDA y el imaginario homofóbico y es el hecho de que “existe una
vinculación entre la homosexualidad como esencia y la muerte como resultado de
la enfermedad, física o psíquica”. En Visconti, como en los discursos sociales
más reaccionarios, parece haber un continuum
entre el deseo homosexual y el deseo de
muerte, Eros y Tanatos, culpa y castigo. Algo que viene de toda una
tradición que interpreta de forma simplista y reaccionaria el psicoanálisis y
que atraviesa novelas como “El pozo de la soledad”, “El inmoralista”, “Confesiones
de una máscara” o películas como “El beso de la mujer araña” o “Las amargas
lágrimas de Petra Von Kant”.
Sin negar ninguno de sus valores y reivindicando la
valentía de la mirada de Visconti no cabe duda de que en su Aschenbach como en
el de Thomas Mann el deseo homosexual es asimilado a la compulsión
autodestructiva. De nuevo Marx y Freud (sobre todo) no andan lejos de la
ambigüedad moral e ideológica del maestro italiano. El autor de la neorrealista
“Rocco y sus hermanos”, como su colega Pasolini, bebe de toda una tradición
freudomarxista de corte algo rígido, claustrofóbico y heterosexista. Como si de una jugarreta del
tiempo al profesor Thomas Mann le salió un hijo díscolo, Klaus, que narró sus
experiencias nómadas y gays en una Europa sacudida por el fantasma del nazismo
en libros como “El volcán” o “Mephisto”. Klaus Mann más cerca del Berlín
decadente y en crisis de Isherwood que de la biblioteca sinfónica de su padre se reveló contra un modelo de
intelectual reflexivo a favor del intelectual aventurero.
Afortunadamente el filme va más allá y no sólo porque
reflexione sobre la belleza y la muerte en términos más abstractos y generalizables
que los mencionados sino también porque
incluye suficientes elementos discretamente subversivos como para ser apreciada
en su conjunto como un filme abierto, cambiante
y complejo. Uno de esos apuntes desestabilizadores de la coherencia
ideológica planteada sería el tema de la mascarada en todas sus acepciones,
presente en el filme desde el comienzo.
Venecia no es sólo la ciudad del cine - con Mankiewicz y
sus codiciosas mujeres y manipuladores tramposos, Lean y sus románticas y otoñales “Locuras de verano”-, es también la
ciudad del carnaval y la máscara. Y el carnaval permite, en su subversión de
los códigos sociales, bromear sobre cuestiones tan delicadas como el sexo y la
muerte. Cuando vemos, aún hoy, a los
hombres jóvenes o no tan jóvenes (presumiblemente
heteros) en los días de carnaval disfrazándose de mujeres
“voluntariamente mal” para conservar su hombría se atisba algo del poder
subversivo del disfraz y la mascarada. Algo de la incomodidad que sigue
causando el “saber” o “poder” ocupar lugares no asignados, hasta hace muy poco
nada legítimos. En su llegada a la
ciudad en vaporeto Aschenbach encuentra a un anciano grotesco con un
rostro/mascara maquillado. Como señala Jaume Radigales en su estudio[2][2]
del filme, a partir de ahí el propio
Aschenbach inicia un complicado juego de máscaras. Bajo la máscara del artista
genial y en busca de la perfección se encuentra el hombre, fracasado,
esteta y vulnerable. Bajo la máscara de
la belleza puede encontrarse la fealdad o el horror interiores. Pero la última
máscara que Aschenbach se pone es la máscara de la disolución de los géneros.
Según la teórica y psicoanalista Joan Riviere, la feminidad (y es la feminidad la máscara que teme y que
finalmente busca Aschenbach) es una
máscara. Máscara no en el sentido de que uno se la puede poner y quitar sino
que la feminidad es una máscara en el sentido de que es ser-en-apariencia, puro
artificio, una ilusión. La feminidad es la exhibición de un cuerpo seductor
para la mirada del otro” En la elocuente secuencia, hacia el final, de su
visita al barbero este le dice al profesor que gracias a su arte (de
enmascarador) puede sacar a flote su
verdadera naturaleza. Entonces cubre de juvenil tinte negro las sienes del
músico, enrojece sus labios con carmín y tiñe sus cejas de negro. El peluquero
subraya “Usted tiene derecho a ser joven”
y acaba sentenciando “Ahora podrá seducir
a quién usted quiera” lo que provoca una mezcla de complacencia y
escalofrío en la sonrisa satisfecha del profesor. No anda lejos en esta
sentencia campy la máxima de la Agrado almodovariana (Todo sobre mi madre) cuando afirma que “uno/a es más auténtico/a
cuanto más se parece a lo que había soñado de sí mismo/a”. O de la máscara de
las mujeres de Bergman en “Persona” o “El silencio” -con sus connotaciones
lésbicas que alarmaron a la censura franquista- o de Chantal Akerman en sus femeninas y feministas “Je, tú, lui, elle” y “La cautiva”.
El profesor, gracias a la mascarada, gracias a
la performance de género, se quita la máscara que ha llevado toda su
vida. El género sexuado deviene así en la representación-copia
de un original que es también una copia.[3][3] Y con esta
nueva máscara que “le devuelve su color
natural” se dispone a seducir a Tadzio. Pero entonces la enfermedad y la
muerte hacen su aparición, el calor derrite la máscara y el profesor muere,
quedando relegado a su único papel posible, el papel de espectador, sentado en
una tumbona mientras el maquillaje se derrite por un sol abrasador. Esa cámara
de fotografía antigua, con el trípode clavado en la arena radiante de la playa,
situada a la derecha del encuadre, nos recuerda el carácter estático y
precinematográfico de la mirada de Aschenbach, incapaz de actuar o interactuar
del todo con lo que está viendo, igual que es incapaz de realizarse como
músico, esposo o artista, por las rígidas normas sociales que conllevaban esos
papeles. El borramiento del personaje
detiene la ficción que se ha sostenido en su mirada, la mirada de un deseo
insatisfecho que se quita la máscara cuando ya es demasiado tarde. Visconti
también se detiene en la mirada de un personaje de uno de los últimos grandes
trabajos de su
carrera. En “Confidencias”, un filme que también contrapone la senectud con la
insolente y algo inconsciente juventud -verbalmente más explícita-, el anciano
profesor se deja “seducir por el encanto de Konrad” (Helmut Berger) y por la
mezcla de fuerza y vulnerabilidad que desprende. Pero cuando la joven y
desinhibida Lieta se ofrece a besarlo sentencia
“no la envidiaría, sería como besar a la muerte”. Visconti pone a
punto de ebullición el homoerotismo y las presiones sociales así como las
crisis económicas de cada momento pero
sus personajes –casi siempre- se limitan a mirar. El vouyerismo- como el S/M-
está considerado como una “parafilia” cuando, en realidad, lo practica todo bicho viviente. Como un
visionario del nuevo cine queer Visconti pone el acento en la mirada del autor
más que en la naturaleza de sus personajes, reivindicando la belleza gay y la
posición del espectador por encima de la historia. También se muestra un visionario
de la Europa del futuro a partir de esa Europa del pasado en “La caída de los
dioses”, asociando la decadencia y la corrupción de la alta burguesía
industrial al ascenso del nazismo. La banca y el poder, la política y el
extermino. Merkel, Rajoy, Cifuentes, Gallardón y la policía cargando contra el
pueblo. Los chacales, los raposos. El
uniforme y el arrebato del saludo nazi que, como un futbolista cualquiera, hace
un joven decadente – después de
envenenar a su corrupta familia
europea- poniendo en evidencia “la que
se avecina”.