Con
“De óxido y hueso”, y tras el éxito
internacional de “Un profeta”, Audiard
vuelve a demostrar que es uno de los grandes no solo del cine francés, sino
también del cine contemporáneo. En esta
ocasión vuelve a golpear al espectador en el tratamiento hiperrealista y a la
vez tierno de un tema duro: la superposición de dos soledades, el choque de dos seres tullidos que se encuentran en un
momento crucial de sus vidas. Un momento en el que la violencia social
repercute sobre sus cuerpos pero en el que ellos nunca se dan por vencidos. Aunque la
misteriosa intensidad de Marion
Cotillard como Stephanie le gana “la pelea” a un, por otro lado, excelente
Matthias Schoenaerts que, pareciendo hecho para la violencia, alterna la
lucha callejera con el oficio de guarda
de seguridad, la adustez y la dureza con la sensibilidad, y nunca deja de desconcertar al espectador en
un filme sabe unir y separar a los personajes con habilidad. “De óxido y hueso”
habla sin ningún tipo de sentimentalismo de la “discapacidad”, del desamor y de
los “perdedores” de la Francia profunda pero, al contrario que “Un profeta”, no
se ve limitada por los chiclés de ningún género y combina con la acidez
característica del realizador el melodrama y la poesía, la comedia romántica,
la ironía y la denuncia social. Estamos
ante un filme sobre heridas que nunca cicatrizan del todo, sobre la dificultad
de encarar un futuro distinto al que
esperamos y sobre el amor y la amistad entre un hombre y una mujer llenos de
vida que saben transformar el miedo en
coraje.
Con
pocas pinceladas y con un inteligente uso de la elipsis y los saltos espacio -temporales
para eludir lo sensiblero, “De óxido y hueso” es una película al servicio de
sus dos protagonistas que se dejan la piel en sus atormentados personajes pero
también --como de otra forma “Un profeta” -
una incómoda e inteligente fábula
sobre la lucha por la supervivencia de dos seres perdidos en la Europa de
nuestros días. “De óxido y hueso” contiene algunas de las secuencias más bellas
del cine reciente, como el baile de Cotillard en silla de ruedas o el
delicado reencuentro de ésta con
aquellas criaturas (las orcas del parque acuático donde trabajaba) que la dejaron mutilada. Un filme que, como
todos los de Audiard, sorprende al espectador incluyendo humor dentro de la
sordidez y humanizando hasta los
personajes más detestables del relato, dejando un sabor a buen cine gracias a
la precisión de su mirada quirúrgica sobre el dolor y el placer (estupendamente filmadas, también,
las secuencias de sexo entre los dos personajes principales). Audiard se acerca
con pulso narrativo y ritmo impecable a la cotidianeidad de la gente que vive mucho
tiempo en los barrios desfavorecidos de su país o que se deja la piel a tiras para encontrar
su sitio en el mundo o (como en el caso
de Stephanie) reconstruir su identidad después de quedar herida y limitada de
por vida. Una narración límpida, unas interpretaciones colosales y una
fotografía que mezcla en feísmo y la poesía, la sobriedad y el lirismo, son las grandes bazas de un director que como
otros del cine reciente (Pablo Trapero,
Mike Leigh) parece superarse a sí mismo
en el retrato complejo y siempre contradictorio de personajes aparentemente
vulgares pero llenos de fuerza.
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