“Eva”,
de Kike Maillo, es una película de ciencia-ficción, humanos y robots que
sorprendió por su sensibilidad, pero que sigue siendo un misterio. No es ningún
misterio que muchos realizadores españoles (Bayona, Amenábar, Fresnadillo,
Coixet, Torregrosa y, tal vez, el propio Maillo) tienen comprado ya el billete
a Hollywood y, viendo el panorama del cine español actual (sacudido por los
salvajes recortes y la ignorancia de los
que lo financian), quizá deberían también ir haciendo
las maletas. No quiero hablar aquí de esta cuestión, que me revuelve las
tripas, ni de cómo los políticos
achacan a las descargas en Internet y a la pereza del público -y no a la
insuficiencia de recursos para terminar una película o a la subida inesperada
del IVA- el descenso de la calidad en busca del rendimiento o el
aumento del precio de las
entradas.
Quiero
hablar, o intentaré hacerlo, del misterio de “Eva”, una película que me ha
parecido, además de poética y evocadora, tan sugerente como finalmente frustrante. Me explico: un trabajo digno,
bien interpretado (con el siempre intenso Daniel Brüll a la cabeza), pero que
se pliega finalmente a las concesiones más banales del género para conquistar al gran público,
en detrimento de los aspectos más espinosos de la trama, como las extrañas y
complejas relaciones entre los protagonistas. “Eva” nos habla de algo que por
lo visto está reservado a curas y jueces como es el amor intergeneracional; de
nuestra naturaleza cyborg en una sociedad que vive entre la miseria y la
dictadura del whasapp y los profetas de la ciencia y la medicina; de la
deshumanización del mundo académico y también del “armario”. ¿Es “Eva” (Claudia
Vega) una niña bollo? ¿Consiste su
maldad en su negativa feroz a ser “domesticada”?
¿Por qué el personaje del mayordomo que encarna
Lluís Homar es tan asexuado? ¿Por qué el asesinato de la “niña mecánica”
a manos de Alex (Brüll) está rodado como una tensa escena de amor? ¿Por qué
todos los personajes esconden secretos? ¿Por qué el tema del “exilio” esta tan
presente en la historia? ¿Por qué suena David Bowie en una secuencia crucial
del filme? ¿Por qué la estética es tan kitch y el ambiente tan enrarecido? ¿Por
qué el filme trata de alguien que vuelve a un sitio horrible y provinciano a buscar un pasado hiriente e injurioso que ya “no existe”? ¿Por qué esos dos
hermanos son tan distintos y su rivalidad tan particular? ¿Por qué los lazos
familiares son tan frustrantes? ¿Nos habla el filme de la “supervivencia de la
especie”? “Eva” es un “no lugar”, un momento raro en la historia de un cine que
se tambalea y emigra y un filme sobre
cómo nos programan para amar, sentir, desear, ser masculinos o femeninos,
activas o pasivos, fuertes o débiles, buenos y malos. En ese sentido, y sin hacer gala de ningún
bagaje teórico, podemos ver en “Eva” un filme más perverso de lo que parece. Y
no porque yo quiera hacer una lectura
“gratuitamente queer” de una película de ciencia-ficción medianamente inteligente,
modesta y visualmente cautivadora sino
porque encuentro en ella demasiadas preguntas sin contestar. No viene al caso
el cotilleo -me dan igual las preferencias sexuales de Brüll, Maillo, Belbel,
Amman o Etura- lo que trato de explicar es por qué una película como ésta puede
ser leída de muchas formas. Indiscutiblemente no hay final subversivo y la
“niña rarita” es finalmente
desactivada, se nos obsequia con
un final cursilito (que parece tomado de lo peor de Coixet) y cada personaje
queda en su lugar. Pero la película continúa en mi retina como un océano
¿helado? de interrogantes. “Eva” fue
retirada en el último momento del
Festival Gay y Lésbico de Barcelona ¿por qué? Aburrido (¿tal vez?) de ver cine
gay “comme il faut” he sido capaz de disfrutar con las ambigüedades sexuales,
parentales y sociales de “Eva” y lo que
la envuelve, aprisiona, idealiza, niega. El cine español puede ser bueno y
sorprendente, pero cada vez va a ser más difícil que veamos películas como
“Eva”, “Pan negro”, “La buena nueva”, “20 centímetros”, “Sevigné” o “Animals” (también producida por
Escándalo films) , en unos casos porque los autores han tirado la toalla y en otros porque la Academia con
mayúsculas (que tal mal parada queda en
el filme de Maillo) parecía ser un refugio y también un lugar de sutil adoctrinamiento que ahora se ve a su vez amenazado por quienes como el señor
Wert ven un lujazo en la “fuga de cerebros” o en las “mentiras y gordas”. No nos engañemos hay
poco cine gay y lésbico de calidad en España, al menos visionable y menos
comercial. Tenemos a Almodóvar soezmente insultado en la prensa o ciegamente adorado por sus seguidores ,
directores como Jesús Garay, Ventura Pons,
Antonio Hens, Miguel Albadalejo, Balletbó-Coll, debutantes prometedores pero con pocas expectativas de futuro, cuyos
trabajos todavía son tergiversados por los críticos, y las
mujeres “fuera del armario del celuloide” son pocas o poco conocidas
y siguen siendo una “gran
minoría”. También da la sensación de que solo a los catalanes les queda dinero
para producir películas o que sus voces son, en ocasiones, más europeas.
“Eva” nos invita a reflexionar sobre el
cuerpo, las sensaciones, las mentiras, los silencios y las emociones, sobre la falsa infancia y
sobre la falsa madurez, sobre la incomunicación y el secretismo en una sociedad saturada de plataformas de
comunicación. Pero “Eva”, como el niño de “Pan negro” (internado en un ominoso
colegio de curas), ha sido expulsada del “paraíso” y convertida en un
robot más, un caso “sin arreglo”, un “pequeño monstruo”. El público pide
tsunamis a lo Hollywood o tal vez
tengamos que esperar a que pase el tsunami para que el buen cine vuelva a
llenar las salas, y los espectadores puedan volver a sentarse en una butaca
ante una ópera prima tan cautivadora como alarmante. Porque “Eva” parece
presagiar la España de hoy: helada, dirigida por burócratas sin escrúpulos,
mediocres con poder, políticos corruptos y mas-media voceros y donde los sentimientos y las inquietudes valen cada vez menos.
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