Saturday, December 30, 2006

Un relato rescatado




ACABARLO, JUNTOS.
"A la memoria de mi padre"



Soy el más odiado, repudiado y temido de los reclusos. No sólo nadie me dirige la palabra, cómo hacen algunos con los violadores y los asesinos a sueldo, sino que todos los demás presos vuelven la cabeza según me ven, o echan a correr, o vuelven rápidamente a sus ratoneras, si me dejan salir al patio. Pero eso se acabó, no salgo más al exterior. Los que trabajan allí se turnan para acercarse a mí. Muchas cosas han cambiado en mi vida. Y pensar que empecé siendo un profesor de Derecho en la Universidad de Burgos. Tenía un futuro prometedor.
La primera vez que entré me pusieron con otro preso, un asesino múltiple que mató a una familia para luego llevarse únicamente un ordenador portátil y un juego de cucharillas de plata. Ese tipo debería estar en un psiquiátrico pienso yo, pero oí que prefería las rejas de este tugurio a las aparentemente más inocuas de la clínica mental. Cuando le comenté la naturaleza de mi delito se encarmó a la ventana, rompiendo los cristales, luego se apartó en otra dirección, aplastándose, aboyándose contra el metal y llamó a gritos a los guardianes. Su voz podía oírse en todas las galerías, creo que hasta en aquellas inacabadas, situadas bajo el suelo, que los presos de antaño excavaron un día para intentar escapar. Hoy día escapar es imposible, las nuevas tecnologías nos lo impiden. Un ojo mediático nos vigila día y noche. El Gran Hermano se ha trasladado de Orwell a la telebasura y de la telebasura a los macos más importantes. El caso es que vociferó como un poseso, escupió en todas las direcciones, menos en la mía, y no se calmó hasta que un guarda malhumorado le sacó de allí y le llevó a la enfermería, no sin antes propinarle un porrazo en el cuello y otro en el abdomen.
Los jueves viene el psiquiatra de la prisión, es un hombre seco, que apenas habla y apenas escucha, pero que te hace sentir mejor, porque te recibe y supones que alguien se interesa por ti. A veces esperamos horas impacientes hasta que aparece, milagrosamente, el jueves de cualquier mes, en este lugar que nunca abandonaré. Sólo abandono estas cuatro paredes para ver su cara avinagrada y sus sonrisas de falsete. Ya no tengo horas de paseo, ni siquiera custodiado, por la galería.
Ahora me han puesto con otro preso. Mi tiempo lo paso con mi compañero de celda, el sordomudo, o así lo llaman, que no sabe porque estoy aquí. Si lo supiera lo más probable es que pidiera, en su lenguaje, que le cambiaran o me cambiaran de lugar. Pediría un traslado. Creo que el está aquí por robar en un hipermercado, pero no estoy seguro. Corren muchos bulos detrás de estos muros de piedra y metales.
Recuerdo como empezó todo. Me acuerdo, incluso, aquellos los tiempos en blanco y negro antes de que empezará la persecución. Marlene Dietrich, vestida de hombre, lanzaba humo a los espectadores en los cines. La gente fumaba un cigarro después de hacer el amor, en las películas yankees, y fuera de ellas. Bogart, con su gabardina gris, también fumaba, de detective o de paisano, antes de enfrentarse a un caso o después de entregar a una mujer a su marido o a la policía. Los ceniceros rebosaban. Yo empecé a fumar tarde, pero con ganas. Primero subieron los precios de las cajetillas. Luego hicieron campañas millonarias. La gente te miraba mal, si fumabas. Pusieron ominosos letreros en los paquetes, advirtiendo de una muerte temprana y dolorosa. Del daño que haces a los otros o a los futuros otros. Pusieron fotos de gente agonizando, pulmones negros y arterias desgastadas. Después nos relegaron a los rincones de los cafés, los bares y los restaurantes. Rincón para fumadores, rezaban los carteles. Aquí se puede fumar. En este otro sitio no. Los menores de edad no podían entrar donde había gente fumando. Pero las maquinas, con sus luces de neón, sus músicas incitantes y sus nuevas marcas seguían tentándonos. Mi familia se puso en mi contra. Olían mis prendas, registraban mis bolsillos, mis cajones. Todos me decían, déjalo. Por fin, llegó La Prohibición. Se reformó el Código Penal. Nos reuníamos en sótanos y en locales clandestinos donde fumábamos compulsivamente, tras días de abstinencia. El mercado negro sustituyo al mercado blanco, y los nuevos gansters, se hicieron, otra vez, de oro. Pero la policía no paraba. Empezaron las redadas en aquellos tugurios malolientes que para mí eran paraísos prohibidos de humo y libertad. En una de esas redadas me pillaron. Nos pillaron, con las manos en la nicotina. El juicio fue rápido e inapelable. Éramos sólo tres y nos mandaron a cárceles de diferentes países. Yo tuve suerte. Me quedé en una cárcel occidental y castellanoparlante.
Ahora es de noche e Iván, el sordomudo, no para de leer libros de cuentos y, a veces, me escenifica sus historias para pasárselo bien o para hacerme olvidar que no puedo dormir. Iván y yo somos amigos. Es un chico valiente. Está muy delgado y sus ojos con bolsas parecen temerosos pero se enfrenta como nadie a enfermeras y celadores. Siempre me ayuda y a veces compartimos la comida. Su menú es mucho más variado y suculento que él mío. Ha tratado de enseñarme el lenguaje de los signos, pero no soy un buen alumno. Apenas he aprendido algo. Estoy demasiado agitado. Creo ver colillas donde hay cucarachas o desperdicios y todavía se oyen voces en las celdas de aislamiento que me insultan y me increpan. Otras empiezan a sonar dentro de mi cabeza. Él hace gestos como diciendo “no les hagas caso”, o algo así. Sí, le he hablado también de las voces en mi cabeza.
Un día, Iván, después de casi dos horas de giros de manos, movimientos de cabeza y muecas dolorosas logró hacerme entender que le soltaban al día siguiente. Iba a ser libre, pero estaba aterrado del exterior. Una visita al psiquiatra del talego, y a la calle. Se vistió y se atusó mucho para esa última visita. Estaba irreconocible. Al venir a recoger sus cosas me entregó un libro que le había dado el médico, un regalo de despedida. Enseguida noté algo raro. El libro abultaba, no cerraba bien. Lo abrí y encontré un cigarro, largo y rubio. Sin duda lo había robado del despacho del psiquiatra, de algún rincón secreto, que Iván conocía hace tiempo. También se había llevado un encendedor. Traté de ocultarlos para que no los filmaran las cámaras, pero él me detuvo en seco. Me obligo a sentarme. Ya no importaba. Me dió fuego, se puso a mi lado, chupó una calada, aspiró hondamente y me lo pasó. Alargó sus dedos y me lo puso, literalmente, en la boca.

- Tal vez tengamos tiempo de acabarlo, juntos. Antes de que vengan –dijo Iván. Esas fueron las primeras y últimas palabras que oí salir de sus labios.