“Eva”,
de Kike Maillo, es una película de ciencia-ficción, humanos y robots que
sorprendió por su sensibilidad, pero que sigue siendo un misterio. No es ningún
misterio que muchos realizadores españoles (Bayona, Amenábar, Fresnadillo,
Coixet, Torregrosa y, tal vez, el propio Maillo) tienen comprado ya el billete
a Hollywood y, viendo el panorama del cine español actual (sacudido por los
salvajes recortes y la ignorancia de los
que lo financian), quizá deberían también ir haciendo
las maletas. No quiero hablar aquí de esta cuestión, que me revuelve las
tripas, ni de cómo los políticos
achacan a las descargas en Internet y a la pereza del público -y no a la
insuficiencia de recursos para terminar una película o a la subida inesperada
del IVA- el descenso de la calidad en busca del rendimiento o el
aumento del precio de las
entradas.
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“Eva” nos invita a reflexionar sobre el
cuerpo, las sensaciones, las mentiras, los silencios y las emociones, sobre la falsa infancia y
sobre la falsa madurez, sobre la incomunicación y el secretismo en una sociedad saturada de plataformas de
comunicación. Pero “Eva”, como el niño de “Pan negro” (internado en un ominoso
colegio de curas), ha sido expulsada del “paraíso” y convertida en un
robot más, un caso “sin arreglo”, un “pequeño monstruo”. El público pide
tsunamis a lo Hollywood o tal vez
tengamos que esperar a que pase el tsunami para que el buen cine vuelva a
llenar las salas, y los espectadores puedan volver a sentarse en una butaca
ante una ópera prima tan cautivadora como alarmante. Porque “Eva” parece
presagiar la España de hoy: helada, dirigida por burócratas sin escrúpulos,
mediocres con poder, políticos corruptos y mas-media voceros y donde los sentimientos y las inquietudes valen cada vez menos.